
Caminaba a paso normal por la calle, tal vez rápida de más sin querer. Quizás a causa de la lluvia. Sí, llovía a cántaros... Pero ya tenía el cuerpo tan empapado, que no le importaba mojarse un poco más. La calada ropa parecía ya su segunda piel. Pese a los estremecimientos que la fría agua le había producido en un principio, ahora su piel estaba tan congelada que ya las telas las sentía incluso cálidas. Sus calcetines parecían nadar en un río y estar deseando ser escurridos, amén de los arroyos reales que se veía obligada a pisar si quería avanzar hasta un lugar medianamente seco, cómodo y cálido. Tampoco podía correr, pues se resbalaría de humillante forma, provocando las tremendas carcajadas y burlas de farolas, charcos y ventanas cerradas. La anaranjada luz amarilla hacía unos esfuerzos increíbles por salir de entre las nubes, por mostrar su cara y calentar el alma de las chorreosas calles. El Sol quería presentarse en el triste cielo, para que dejase de llorar; quería alegrar los días con un enorme arcoiris formado de infinitos colores e infinitas sonrisas.
Ciertamente, por mucho que llueva, siempre sale el Sol.