Una luz amarillenta, rojiza, clara, potente, cálida -una luz
realmente difícil de explicar- empezaba a colarse por la ventana, limpia en el
centro y sucia por los extremos. En el sofá, ennegrecido por el paso del
tiempo, estaba sentada ella. Pese a que estaba amaneciendo ahora, llevaba ya
algún tiempo despierta. Su mirada se posó en un trozo de la pared, donde la luz
iba bailando siguiendo el paseo del sol hacia lo alto del cielo. Estaba algo
desorientada. Había pasado tiempo sin pensar en nada que le hiciese daño, pero
desde hacía unos días esos pensamientos acudían solos a sus pensamientos y sus
sueños. Gracias a esto había perdido su, ya de por sí escasa, concentración, y
además se veía obligada a deambular todo el día con cara de cansada y
preocupada por culpa de las pesadillas y casinos sueños que la acompañaban cada
noche.
En esas horas que pasaba despierta esperando a que el sol la
saludase, intercambiaba sus dudas y recuerdos con las escasas estrellas que
conseguían huir de la asquerosa contaminación de la ciudad y se dejaban ver de
vez en cuando. A más pensaba, más preguntas se hacía. ¿Es que, después de todo,
no había significado nada? Parecía que todos sus esfuerzos e ilusiones se
habían olvidado, y que ahora él no recordaba ni su nombre. Pero, en cambio,
ella sí. Ella lo recordaba todo. Hasta el no-peinado que él solía llevar.
Ahora eso de poco servía. Realmente, no sabía si lo echaba
de menos o no. A ratos sí, a ratos no. Ni siquiera recordaba cual había sido su
última conversación; tampoco quería recordarla. Odiaba sentirse así, como
perdida, olvidada.
El sol cada vez estaba más alto saludando poco a poco a toda
la ciudad, campo y huerta incluidos. Se asomó al balcón y observó como los
coches más madrugadores se espabilaban corriendo por la autopista. Se dio
cuenta de que historias como la suya, y muchísimo peores, había a montones por
cada rincón de esa pequeña ciudad, y volvió a su cuarto dispuesta a vestirse…
un poco más optimista.