Esta mañana, cuando el despertador materno aún no me había despertado, el frío, el ruido y la luz que entraban por la ventana abrieron mis ojos. Observé la manta azul limpia, como recién lavada, que alguien había colocado encima de mi ventana. Escuché el lejano piar de algún pájaro de estos a los que les gusta madrugar. También pude oír como la gente más madrugadora ya iba en sus coches -con cara de sueño seguro- camino del trabajo, universidad, etc.
Me dí cuenta de que gracias al frío y la luz el sueño ya había huido de mí, y seguramente se había refugiado en un sitio cálido y oscuro esperando a poder hacer acto de presencia. También observé, con cara extraña y ojos entornados, la esfera del reloj de mi muñeca. Comprendí que debía de estar enferma para estar despierta a esas horas en las que las calles se acaban de colocar en su sitio. No sabía qué hacer. No iba a dormir más, no tenía hambre, no quería levantarme. Y notaba a mi perro dormido en mis piernas, no podía despertarlo con tan poca delicadeza.
Cerré los ojos y me dejé llevar.
Sentí como mi cuerpo se elevaba y salía por la ventana. Y me noté subir, subir y subir. Subir hasta notar como un agua cálida y demasiado agradable me empezaba a mojar la cabeza. Entonces abrí los ojos dentro de mí y asumí que estaba tocando el cielo con mis manos. Lo tocaba y notaba cómo era. Pude ver gente a la que echaba tanto de menos que día a día me dolía a más no poder. Y pude hablar con ellos mientras nos bañábamos en ese agua tan rara, con remolinos por todas partes que iban formando unas nubes demasiado pintorescas. Me contaban qué habían estado haciendo todos estos años; me resolvían las incógnitas y dudas más decisivas de mi vida y me orientaban en mi camino futuro.
Quise quedarme ahí hasta que el mundo dejase de ser mundo. Quise estar con ellos eternamente. Quise experimentar y averiguar más de ese cielo raro que venía a visitarme a las 7 de la mañana. Pero, mientras reía por el típico chiste tonto que solía soltar una persona, notaba un movimiento a mis pies. Y empecé a sentir como aquel maravilloso sueño se escapa de mis manos. Había sabido en todo momento que era un sueño. Un sueño extraño... porque me sentía despierta y a lo lejos oía a mi madre trastear por la casa, y sentía al perro en los pies, y seguía viendo la luz en los párpados y el frío seguía haciéndose amigo íntimo de mi cuerpo. Estaba despierta, pero tenía el mejor sueño posible.
Mientras mi mirada se despedía de ellos, escuchaba a mi madre entrar y empezar a hablar, y notaba como el perro se iba poniendo en posición para saltar sobre mí a darme los buenos días. El movimiento que había en mis pies hacía unos segundos se convertía en una bola de pelo ladrándome para despertarme, como cada mañana, y mis personas desaparecieron mientras, a una velocidad en la que la ciudad se veía increíblemente borrosa, descendía tanto que volvía a entrar por mi ventana entreabierta y volvía a introducirme en el cuerpo tonto y adormilado que había en mi cama.
Abrí los ojos. Observé la cara de mi perro a escasos cinco centímetros de mí con expresión alegre y expectante, miré a la izquierda y vi cómo mi madre hablaba sin parar creyendo en su mundo feliz que yo escuchaba alguna palabra. Vi mi mundo real y, pese a lo bonito que suele ser, extrañé aun más -lo cual es bastante complicado- ese universo paralelo en el que podía abrazar a esos que se habían ido hacía ya tantos años. Deseé volver cada mañana, cada noche, cada momento. Pero... lo bueno, si breve, dos veces bueno.