martes, 21 de mayo de 2013

Una vida que defender



¿No os parece que ahora todo está sobrevalorado? De un modo u otro, siempre damos más valor a lo que menos lo tiene.
Pondré varios ejemplos: el verano, la amistad, el amor.
La mayoría de la gente, en especial los jóvenes, se pasan desde septiembre esperando que llegue junio o julio. ¿Por qué? ¿No os parece eso como una especie de excusa? A mi sí: es una excusa que te pones a ti, a la gente, al mundo en sí, para hacer algo. “No tengo tiempo, tendrá que llegar el verano”. “Ahora hace demasiado frío”. MENTIRA. A mi parecer si quieres hacer algo lo vas a hacer tengas el tiempo que tengas, haga la temperatura que haga, sea la época que sea… Y decir lo contrario solo es una forma de frenarte a ti mismo. Además, ¿el hecho de que sean vacaciones significa que todo va a ir bien? Las dos peores épocas de mi vida precisamente han sido en verano, por lo que pienso que ese dios llamado verano debería pirarse.
Con la amistad y el amor pasa algo similar. Bueno, no sabría decir si es similar o no, la verdad. Creemos que por nuestros “amigos” y nuestros “novios” hay que darlo todo. ¿Lo darían ellos por nosotros? No sabemos conocer a la gente y luego sufrimos cuando nos dan la espalda en vez de el pecho. Lo siento, tú te lo has buscado. Has confiado en quien no debías y te has enamorado del más imbécil del pueblo soñando que podrías cambiarlo. Creo que la gente tiene algún tipo de síndrome hollywoodiense o algo así y se piensa que puede arreglar la vida de todo el mundo y que todo será maravilloso: comeremos perdices en una pradera en la que toda una familia de unicornios pasta alegremente y en el cielo una docena de arcoíris hacen piruetas. MENTIRA.

Olvidamos preocuparnos de las cosas más importantes: la familia, el mundo. El mundo. Sí, ese por el que todo el mundo dice preocuparse. Dice. “Jo, es que yo reciclo un montón, me preocupo mucho por el medioambiente y me indigna que exista la caza. Pero tranquilo, mi indignación te la estoy explicando con mi chaqueta de cuero, comiendo un chuletón más grande que tu cabeza y tirando botellas en los montes.”

Yo diría –no diría, directamente lo digo- que es la hipocresía, el dinero y el sexo lo que domina nuestro día a día. Hipocresía porque no puede haber más falsedad en este universo: te voy a lamer el culo hasta quedarme sin lengua, o te voy a lamer otra cosa –aquí hace aparición el sexo- para conseguir lo que quiera: un trabajo, un descuento, fama, poder… Y el dinero. ¿A dónde vas a ir sin dinero, alma de cántaro? No te pongas enfermo: no te van a curar. No quieras aprender: no vas a saber sumar dos más dos. No quieras comer: hoy día hasta parece una locura. No quieras dormir en la calle: te van a multar para que pagues con un dinero que no tienes, porque si lo tuvieras no estarías durmiendo en la calle.
Y así un largo etcétera que enferma y mata nuestro mundo, nuestro entorno, a nuestras amistades, a nuestra familia, a nosotros mismos… Y no hay manera de que la gente entienda que si destruimos lo que ahora tenemos: esta comida, esta casa, esta educación, esta ropa, este mundo, este PLANETA… No vamos a tener nada. No vamos a tener una vida que defender.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Divagaciones

Hoy me he preguntado algo: si mi mundo fuese como una habitación… ¿qué tendría? ¿Cómo sería?
Y en mi mente hay todo el tiempo una habitación vacía, más o menos amplia, de paredes gris-beige y suelo enmoquetado de algún tono más oscuro. He intentado centrarme primero en los muebles (que se supone que es lo fundamental en una habitación). Me he esforzado en imaginar todos los enseres que tendría, pero lo primero en lo que pienso siempre es en las fotos, y no entiendo el motivo: me gusta –tal vez bastante-, pero aun así no me considero una amante ferviente de la fotografía. En esas fotos solo alcanzo a ver un rostro: mi hermano. Luego si me concentro un poco más, logro ver a mi madre, mi padre y una única amiga. Una. Solo una. Bueno, y quizás también aparece por ahí la mata peluda a la que llamo “perro”. Y detrás de esas fotos principales aparecen tan solo unas más: mis abuelos, mis tíos y mis primos.
Una vez que tengo en mi mente esas fotos (fotos que, por cierto, ni siquiera existen, son pura creación de mis divagaciones), con sus marcos y todo –ciertamente solo alcanzo a ver uno azul claro-, puedo visualizar algún mueble. Pero solo uno. Una cómoda llena de cajones, con las fotos arriba del todo, pegada a la pared del fondo. Luego mi yo interior solo puede fijarse en las paredes. Póster, aunque no sé de qué, alguna camiseta de un buen recuerdo, y poco más.
Si apuro demasiado a mi amiga la imaginación y finjo ser quien no soy para mí misma durante un momento, logro ver a mi derecha una cama y a mi izquierda una ventana. Entonces el suelo se ilumina ligeramente gracias al sol, pero es todo tan falso que lo deshecho de mi mente obligándome a mí misma a no ser tan convencional.
Así bien, tengo una cómoda con cajones que no tengo ni idea de qué esconden y unas fotos de mi familia más íntima y una amistad. Y no dejo de pensar eso. ¿Por qué la primera imagen es mi hermano, y no mi madre o mi padre? ¿Por qué es esa amiga y no otra; por qué esa y no la que pensé que siempre estaría en esa fotografía? ¿Y por qué, cuando pienso ya más profundamente, gente que creía que estaría sin dudar en esas fotos… ni siquiera las he imaginado en su sombra más borrosa? 


Lo curioso de todo esto es cuando te das cuenta de quién realmente está en tu vida. Lo analizas todo y te das cuenta sin quien no podrías, no querrías, o no sabrías vivir. Hay otra gente que realmente te importa, es necesaria para ti, te ayuda en tu día a día… pero no es la gente de tus fotos. No es esa gente con la que cuentas siempre que tienes un problema, una alegría, una noticia sin más. No es quien realmente escucha tus problemas hasta que se te seca la boca de tanto hablar, quien te responde absolutamente a todo con la franqueza que solo ellos pueden demostrar, quien nunca te regala el oído por quedar, tal vez, mejor, quien siempre, siempre, siempre está… y quien siempre estará.

viernes, 12 de octubre de 2012

Qué sé yo...

"Nos veremos pronto", dijiste. Y después cerraste la puerta y te perdiste mientras tu olor seguía paseándose por la habitación. Y confié en esas palabras. Antes de que la puerta llegara a encajar en el marco pensé -o más bien imaginé- cómo sería ese "vernos" y ese "pronto". Y para qué hablar más...
Acabé saliendo yo también de esa habitación y continué mi día a día. Y en cada despertar pensaba: ¿cuánto queda para ese "pronto"? Pero ya ves tú, es una de tantas preguntas, ¿no? Qué sé yo...
Pasó un cierto tiempo y volviste a aparecer. Y en mi extrema felicidad volvía a ser tremendamente infeliz. Volvió a ser increíble y volviste a decir "nos veremos pronto", mientras la puerta se cerraba, o antes de que se cerrase, o ya desde fuera, qué sé yo...
Y el día a día siguió con la incógnita de siempre. Y yo hacía cosas que sabía que un día me echarías en cara, aun sabiendo que yo tenía más del triple que replicar, pero no lo hacía... ¿Y por qué? Qué sé yo.
Y otra vez apareciste. Con tu sonrisa, tu pelo, tu olor, tu voz. Tus andares, tus bromas, tus gestos... Vale, sí, eras tú, me quedó finalmente claro con tu primer abrazo. ¿Qué más podía pedir? Qué sé yo, aquello era perfecto. Mis ojos reflejaban una felicidad pocas veces vista, pero mi interior casi lloraba -si fuese más ñoña...-. Y entre beso y abrazo, me contabas todo. Y cuando digo todo, me refiero hasta las anécdotas más perdidas que nunca se dicen, simplemente porque no surgen o porque son tan lejanas que ya piensas que habrán perdido su valor. Me contabas tus sueños, tanto reales como ficticios. Tus secretos pasaban a ser míos. Me contabas cosas que no habías querido contarme antes, cosas que habías esperado hasta tenerme enfrente para ver mi cara, mi expresión, para saber qué pensaba realmente. Para demostrarte a ti mismo una vez más lo bien que me podías llegar a conocer. Todo lo que podías saber de mí con solo mirarme.
Y entre tanta palabra, silencio y sonrisa, unos besos por aquí y unos abrazos por allá... yo volvía a caer.
Y entonces ocurría: "nos veremos pronto". Y salías de aquella habitación. Siempre la misma habitación, siempre la misma ciudad; siempre los mismos idiotas. Siempre el mismo hotel.
Otro año más. Y otro... Y cada 365 días volvíamos a vernos durante una noche que parecía que nunca llegaba y que nunca iba a terminar, pero que realmente terminaba más rápido de lo que se puede llegar a pensar...

La desolación me invadió. Se apoderó de mí cuando vi y escuché cómo aquella sólida puerta se cerraba tras tu cuerpo. Cuando escuché solamente el "clic" del resbalón. Solo eso. Aquella vez no lo acompañó el sonido de tu voz; tu anhelo de un reencuentro parecía haber pasado a mejor vida. Escuché con lágrimas en los ojos, asumiendo lo que era mi vida, unos pasos alejándose por el pasillo.
La verdad, a día de hoy aún me cuesta encajar ese rato en un momento del tiempo. ¿Fueron segundos, minutos, horas... años? Qué sé yo. Pero fue eterno. Eternamente doloroso.
Pero entonces el sonido de una tarjetita abriendo la puerta me hizo levantar la mirada.
Y ahí estabas. Tan despeinado como siempre, con la misma ropa que llevabas la última vez que te había visto -por primera vez ocurría esta maravilla-, y con tu mirada. Esa mirada que aun no comprendo (¿sonríe, no sonríe?).
-Oye... ¿ese "pronto", es "ya"?

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Lo bueno, si breve, dos veces bueno

Esta mañana, cuando el despertador materno aún no me había despertado, el frío, el ruido y la luz que entraban por la ventana abrieron mis ojos. Observé la manta azul limpia, como recién lavada, que alguien había colocado encima de mi ventana. Escuché el lejano piar de algún pájaro de estos a los que les gusta madrugar. También pude oír como la gente más madrugadora ya iba en sus coches -con cara de sueño seguro- camino del trabajo, universidad, etc.
Me dí cuenta de que gracias al frío y la luz el sueño ya había huido de mí, y seguramente se había refugiado en un sitio cálido y oscuro esperando a poder hacer acto de presencia. También observé, con cara extraña y ojos entornados, la esfera del reloj de mi muñeca. Comprendí que debía de estar enferma para estar despierta a esas horas en las que las calles se acaban de colocar en su sitio. No sabía qué hacer. No iba a dormir más, no tenía hambre, no quería levantarme. Y notaba a mi perro dormido en mis piernas, no podía despertarlo con tan poca delicadeza.
Cerré los ojos y me dejé llevar.
Sentí como mi cuerpo se elevaba y salía por la ventana. Y me noté subir, subir y subir. Subir hasta notar como un agua cálida y demasiado agradable me empezaba a mojar la cabeza. Entonces abrí los ojos dentro de mí y asumí que estaba tocando el cielo con mis manos. Lo tocaba y notaba cómo era. Pude ver gente a la que echaba tanto de menos que día a día me dolía a más no poder. Y pude hablar con ellos mientras nos bañábamos en ese agua tan rara, con remolinos por todas partes que iban formando unas nubes demasiado pintorescas. Me contaban qué habían estado haciendo todos estos años; me resolvían las incógnitas y dudas más decisivas de mi vida y me orientaban en mi camino futuro.
Quise quedarme ahí hasta que el mundo dejase de ser mundo. Quise estar con ellos eternamente. Quise experimentar y averiguar más de ese cielo raro que venía a visitarme a las 7 de la mañana. Pero, mientras reía por el típico chiste tonto que solía soltar una persona, notaba un movimiento a mis pies. Y empecé a sentir como aquel maravilloso sueño se escapa de mis manos. Había sabido en todo momento que era un sueño. Un sueño extraño... porque me sentía despierta y a lo lejos oía a mi madre trastear por la casa, y sentía al perro en los pies, y seguía viendo la luz en los párpados y el frío seguía haciéndose amigo íntimo de mi cuerpo. Estaba despierta, pero tenía el mejor sueño posible.
Mientras mi mirada se despedía de ellos, escuchaba a mi madre entrar y empezar a hablar, y notaba como el perro se iba poniendo en posición para saltar sobre mí a darme los buenos días. El movimiento que había en mis pies hacía unos segundos se convertía en una bola de pelo ladrándome para despertarme, como cada mañana, y mis personas desaparecieron mientras, a una velocidad en la que la ciudad se veía increíblemente borrosa, descendía tanto que volvía a entrar por mi ventana entreabierta y volvía a introducirme en el cuerpo tonto y adormilado que había en mi cama.
Abrí los ojos. Observé la cara de mi perro a escasos cinco centímetros de mí con expresión alegre y expectante, miré a la izquierda y vi cómo mi madre hablaba sin parar creyendo en su mundo feliz que yo escuchaba alguna palabra. Vi mi mundo real y, pese a lo bonito que suele ser, extrañé aun más -lo cual es bastante complicado- ese universo paralelo en el que podía abrazar a esos que se habían ido hacía ya tantos años. Deseé volver cada mañana, cada noche, cada momento. Pero... lo bueno, si breve, dos veces bueno.